El chico de olor a chocolate se sentó en su mesa de siempre. Era una mesa redonda para una o dos personas, de madera barnizada. Sin embargo, se notaba el paso de los años, y esa era una de las cosas favoritas del chico. Su segunda cosa favorita era que estaba al lado de la ventana. En días lluviosos, le encantaba ir a esa cafetería a pedir su chocolate caliente a dibujar con palabras sus sentimientos. Al estar al lado de aquel ventanal, la melancólica luz le transportaba a otro mundo. A la mayoría de gente, esos días le parecían deprimentes. A él no. En días soleados, la cálida luz del sol le daba directamente a él, y rezaba para que realzara lo que más le gustaba de sí mismo. Ese día era un día soleado. Y la tercera...
- Perdona, ¿puedes apartarte un poco?- el corazón le dio un mortal. Murmuró una respuesta y se echó hacia atrás en la silla, que se quejó. La preciosa sonrisa de la dependienta le llenó el pecho e hizo que el calor se le subiese a las orejas y mejillas. Apartó la mirada hacia su camiseta. La chica se inclinó y cogió la correa de la persiana, haciendo que se cerrase. El aroma de la chica era dulce. Olía a miel, a tarta, a sueños y esperanzas y a felicidad y buenos recuerdos. El chico decidió que ese sería su olor favorito.
Cuando volvió al mostrador, deseaba no haberse ido. La chica del olor a miel tenía una mano encima del corazón, intentando dominarle. Debería haberle dicho algo. Debería haber intentado romper el hielo, pero los nervios la habían fallado y sólo podría haberse quedado empanada mirando sus preciosos ojos color almendra y los labios rosados que tanto había saboreado en sus sueños. Por supuesto, sabían a chocolate. Oh, ahora que lo recordaba, tenía que preparárselo. Claro que sabía cómo le gustaba el chocolate. Muy caliente, con un toque de vainilla y azúcar glas por encima, como la nieve. Mientras lo hacía, notaba cómo el corazón se le ahogaba dentro del pecho. Tanto, tanto tiempo llevaba trabajando ahí y él sentado en aquella mesa al lado de la ventana y todavía no le había dicho lo que sentía cada vez que sus miradas se encontraban. Tampoco le había contado que cada vez que le hablaba, el resto del día se pasaba dándole replay al momento en su cabeza. Tampoco le había contado que le gustaba dibujarle, sobre todo, las curvas de su cuello y clavícula. También le encantaba el lunar que tenía al lado del ojo y la manía que tenía de toquetearse el pelo. Debía decírselo. Tenía que decírselo. Necesitaba decírselo.
Con mucho cuidado, espolvoreó el azúcar glas de forma que en la taza, encima del chocolate, quedó un corazón. Aquel era un día precioso que no podía desperdiciar. Cogió una servilleta, en la que con su mejor caligrafía, escribió su nombre y su número de teléfono. La dobló y dejó al lado de la taza y caminó hacia la mesa que le cambiaría el futuro.
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